Seis mujeres recogen frutos de los árboles y los guardan en unos fardeles que llevan sujetos en la cintura. Son mujeres con tres pares de brazos, de los cuales el superior les sirve para trabajar como recolectoras y con los dos pares inferiores sujetan a dos niños que se apoyan en su espalda y de este modo no les estorban en su trabajo. De pronto, se detienen; sin duda han percibido algún sonido que las asusta, pues se reúnen en círculo, dándose la espalda como si deseasen proteger a sus crías. Sólo una de ellas se ha quedado algo lejos e intenta acercarse al grupo, cuando irrumpe entre los árboles una fiera con la piel manchada, gran cabeza felina y una fila de agudas espinas en lo alto del lomo, desde la parte alta de la cabeza hasta la punta de la cola. Con gran habilidad atrapa a uno de los bebés de la mujer que se ha quedado apartada y se lo lleva. A esta apenas le da tiempo de intentar defender a su retoño. Inmediatamente otro depredador similar al primero se lanza sin pérdida de tiempo hacia el otro niño, pero la madre, rápida como el viento, cuando el animal salvaje salta hacia ella con las fauces abiertas, le clava hasta la garganta el largo palo que, segundos antes, empleaba para recoger bayas y semillas. El animal sangra profusamente y ruge con desesperación… La mujer toma de nuevo el extremo del palo y lo empuja hasta que la bestia cae muerta. La mujer arranca el palo del cuerpo de la víctima y con la furia que la embarga desuella al animal con gran presteza… Se coloca la piel fresca, todavía caliente y sangrante, sobre un hombro y se yergue ante sus cinco compañeras que todavía permanecen inmóviles por el terror… Vuelven en sí y se acercan a la mujer ensangrentada, imponente con sus ropas teñidas de rojo oscuro, empapadas de la sangre de su atacante…
—¡Faecra! ¡Faecra! ¿Estás bien? –son sus primeras palabras.
El timbre de la puerta despertó a Minerva, quien regresó de su sueño con una desagradable sensación de miedo y de asco. El reloj marcaba las nueve y era la mañana de un domingo. Quería seguir durmiendo, de modo que decidió que no abriría la puerta. Si alguien deseaba algo, que volviese más tarde. Drácula se acurrucó bajo el edredón, ronroneando. En cambio, a Minerva el recuerdo de la sangrienta escena la había desvelado. Cambió de postura varias veces, intentando conciliar el sueño, pero al fin decidió levantarse y prepararse una infusión para alejar la desagradable sensación que se había instalado en su estómago. Debía concentrarse en las tareas que iba realizando en cada momento para evitar que su mente le devolviese repetidamente aquellas repulsivas imágenes oníricas.
Drácula siguió a su ama hasta la cocina, Minerva le puso un platito, abrió un bote de comida húmeda y le sirvió dos cucharadas. El gato no tardó en comenzar a comer con avidez.
Minerva se preparó un té breakfast en el microondas. No le apetecía encender la tetera eléctrica. Se llevó la taza a la mesa de comedor junto con una lata de galletas integrales y comenzó a mordisquear una con desgana, mientras observaba la taza de té. Al añadirle azúcar morena y removerla, en la superficie se formó una espumita muy fina y después ascendieron del líquido caliente pequeñas burbujas que se quedaron en la superficie, mezcladas con la espuma que iba poco a poco separándose hacia los bordes. Removió de nuevo la infusión y esta vez la espuma se distribuyó en una espiral con brazos bien dibujados. A continuación, comenzó de nuevo a disgregarse, impulsada por la fuerza centrífuga, retirándose hacia el exterior, y empezó a desaparecer. Minerva pensó que quizá sus sueños se parecían un poco a la reacción del té con la adición de azúcar morena, eran como burbujas existentes en su mente que, una noche cualquiera, se asomaban al exterior… Algunas veces formaban parte de un conjunto mayor, como el brazo de una espiral, antes de perderse entre las circunvoluciones de su cerebro; en otras ocasiones emergían y desaparecían, solitarias e independientes…, quizá como ella misma…
Un verano filosófico
Hace 4 semanas