sábado, 14 de marzo de 2009

140 Amenazas

Me he acostado ya y estoy a punto de dormirme cuando el Idiota abre la puerta del apartamento con su llave y entra. Viene a mi cuarto y me dice que él quiere dormir en su casa. Sin dejarme tiempo para replicarle, medio dormida como estoy, que esta es mi casa y no la suya, se acuesta a mi lado, vestido, sobre el edredón, y comienza a hablarme de un modo que poco a poco deviene amenazador.
—Mereces morir por lo que me haces –me dice con cierta violencia contenida en su voz chillona.
Lo que yo le hago es solicitar la separación legal porque ya no lo soporto más, después de intentar repetidamente negociar con él un divorcio de mutuo acuerdo.
—No sabes cuánto me haces sufrir. Te mataré, puedes estar segura.
Entonces intento recordar si él sabrá o no dónde están los cuchillos en la cocina y me parece que no, que él no lo sabe. De todos modos, se me ha quitado el sueño y me doy cuenta de que no puedo dormirme, sino que debo permanecer en vela por si al loco este le da por atacarme.
Mientras le oigo proferir más amenazas de la misma índole, me dedico a reflexionar acerca de si será mejor quedarme aquí esta noche o marcharme de casa y dejarlo solo, a pesar de que este es mi apartamento y yo no tengo por qué irme de aquí.
El sentido común me pregunta que adónde voy a ir a las dos de la madrugada de un martes. Se me ocurre que a casa de una amiga mía, Elisa, que vive varias calles más allá, pero ella estará durmiendo porque, como yo, tendrá que madrugar para ir a trabajar mañana. Otra posibilidad es ir a casa de un amigo que también vive cerca, pero él está divorciado, a lo mejor tiene compañía y yo le estropeo los planes. Esa voz interior que me aconseja algunas veces me dice también que no sé qué voy a encontrar en las calles solitarias y que quizá es preferible un peligro ya conocido, al que probablemente podré manejar y hacer frente si las cosas se ponen muy feas.
Mientras el Idiota sigue hablando de matarme, comienzo a hacer, mentalmente, recuento de los objetos que podré utilizar como arma para defenderme en caso de un posible ataque: Los grandes cuchillos para carne y pan que guardo en el fondo del tercer cajón de la cocina, una especie de tenedor con dos largos dientes para sujetar carnes o quesos, el martillo y la más grande de las llaves inglesas que están en el penúltimo de los estantes inferiores de la despensa. En mi dormitorio, de memoria, no hallo nada que me sirva, excepto la lámpara de la mesilla de noche, cuya pantalla es de cristal grueso y resistente.
Estoy sumida en estos pensamientos cuando él sale del cuarto y se dirige a la cocina; aguardo, totalmente quieta, más lúcida y despierta que nunca, prestando absoluta atención a los ruidos que provienen de allí, para saber si él ha ido a buscar una posible arma y, en ese caso, actuar en consecuencia, pero no, sólo oigo la puerta de la nevera al abrirse, el clic de una lengüeta y el silbido del gas de una lata de cerveza o de otra bebida gasificada que libera la presión del recipiente.
No vuelve a mi cuarto, sino que se dirige a la salita y enciende la tele. Me parece oír que se sienta en un sillón individual cuyos muelles rechinan un poco. Me gustaría poder dormirme, pero sé que debo permanecer alerta. Me entretengo un rato pensando qué voy a hacer los próximos días, hasta que él regrese a casa de su madre, para no volver a encontrármelo ni a verme en una situación igual a esta en la que me hallo ahora mismo. Me fastidia mucho no poder descansar porque mañana tendré, como siempre, que visitar y revisar varias obras, y no es aconsejable realizar este trabajo agotada por la falta de sueño.
Me he dado a todos los diablos por no haber previsto una situación así cuando puse las manillas a las puertas de mi casa, ya que ninguna de ellas permite cerrar una puerta por dentro. Tampoco hay ningún pestillo o pasador ni mucho menos una cerradura con llave. ¿En qué estaría pensando yo? Y pronto me contesto a mí misma que he preparado mi apartamento para vivir yo sola, sin intrusos que profieran amenazas, y que esta es una situación inesperada e imprevista.
He decidido que mañana cogeré una bolsa de fin de semana, meteré en ella lo necesario y me iré al apartamento de Elisa hasta que tenga la certeza de que el Idiota ya está en casa de su madre y no volverá a colarse en mi vida. Otra posible solución que se me ocurre es cambiar la cerradura exterior, pero no me gustaría que ese impresentable viniese a aporrear mi puerta cualquier noche. Es mejor la primera opción.
Efectivamente, he hecho bien en no dormirme, porque al cabo de un rato, supongo que cansado de ver la tele, vuelve a mi dormitorio a incordiar. Cuando escucho sus pasos, finjo estar dormida, pero él se acuesta sobre el edredón, como antes, se acerca a mí y comienza con su retahíla de amenazas que siempre llevan al mismo lugar común:
—Mereces la muerte por lo que me haces. No tienes derecho a hacerme tanto daño. Eres una egoísta.
Yo soy una egoísta. Él no, claro. Pero ha sido él quien siempre ha querido salirse con la suya y que yo haga lo que él desea. Claro que no lo ha logrado nunca, pero siempre ha intentado, una y otra vez, forzarme a aceptar sus caprichos. Yo me doy perfecta cuenta de que es un modo de probar hasta dónde puede llegar conmigo. Como cuando el adivino intenta leer el perro de Obélix. Leer el perro es un modo de saber hasta dónde te van a permitir llegar, hasta qué punto vas a poder dominar a alguien. El adivino prueba si le permiten matar el perro para leer el futuro en sus entrañas y halla que no sólo no le dejan sino que además le prometen un formidable tortazo si lo intenta. Pero si se lo hubiesen permitido, sabría que podría hacer lo que le diese la gana. Las mujeres maltratadas sufren continuamente situaciones parecidas a causa del afán de su verdugo por someterlas.
Minerva se despertó, asustada por su pesadilla, y recordó que había vivido aquella desagradable situación el día en que le comunicó a su marido, por enésima vez, su deseo de separarse de él. Claro que aquella ocasión ella logró que fuese diferente. Como ya suponía cuál iba a ser la reacción de él, Minerva se lo llevó a un lugar público, un restaurante, para evitar una escena violenta por parte de él, que había reaccionado así las veces anteriores. Allí le hizo saber que iba a dejarlo y que no cambiaría de opinión, aunque él la amenazase con unas tijeras o con el suicidio, como en otras ocasiones. Todos estos problemas habían marcado profundamente a Minerva y aunque él no había conseguido inspirarle temor, con la repetición de las mismas escenas desagradables y violentas, ella había desarrollado un gran rechazo a cualquier contacto con su marido, aunque sólo se tratase de sostener una conversación. Ya no soportaba ni siquiera su presencia y todo lo relacionado con él la molestaba. Cuando rememoraba las veces que él había intentado influir en sus decisiones o forzarla a tomar una decisión que a él le convenía, Minerva se enfadaba de un modo irracional, primitivo, inexplicable. Habían pasado ya más de cinco años desde la separación y, a pesar del tiempo transcurrido y de lo que se había divertido desde entonces, intentando olvidar todos los años nefastos pasados al lado de aquel marido, sus pesadillas todavía recreaban las desagradables situaciones vividas con él.

domingo, 8 de marzo de 2009

137 La madre de Shayara

He ido de visita a casa de mi madre, que se llama Shayara, como mi hija y como yo. Me está mostrando las fotografías de un álbum en que aparece ella con sus tres maridos y con sus tres hijas. Mi padre fue su primer cónyuge y guarda un cierto parecido con Abdullah. Cuando le hago esta observación, ella me explica pacientemente que mi primer marido es pariente lejano de mi padre. Abdullah, hijo de la segunda esposa de un padre polígamo, decidió, al inicio de su carrera diplomática, que le convenía más ser el primer marido de una mujer importante que tener varias esposas que no lo fuesen. Por eso se casó conmigo, que soy licenciada en Derecho y en Economía, y ocupo un puesto de gran responsabilidad. Para él es muy satisfactorio asistir a una recepción de grandes figuras internacionales y presentar a su esposa como directora general de una empresa y licenciada universitaria por partida doble.
Me siento como quien está viviendo una vida ajena, a la que he llegado in medias res, y, por lo tanto, desconozco lo que ha sucedido y por qué las cosas son como son. Me pregunto de quién es esta vida que yo estoy disfrutando ahora.
Mi madre me cuenta a grandes rasgos nuestra historia, ella dice que como cuando era una niña y quería oír una y otra vez la leyenda de una antepasada nuestra que, con sus poderes mentales y su capacidad para influir en los demás, logró iniciar el cambio de mentalidad de nuestro mundo. Aquella mujer extraordinaria se llamaba Shayara y, desde entonces, todas las primogénitas de la familia llevamos este nombre en recuerdo suyo. Shayara tuvo, muy joven, tres hijas, Shayara, Yasmina y Fátima, a las que transmitió, con sus genes, sus poderes y su ideología para cambiar el mundo. Ella había logrado que su padre la casase con el muchacho que la propia Shayara había elegido para realizar sus planes, y consiguió que su marido, en contra de las costumbres musulmanas, no tomase ninguna otra esposa. En aquella época, hace casi quinientos años, la mujer no tenía acceso a estudios ni a cargos políticos, ni siquiera tenía derecho a los conocimientos elementales, a su propio cuerpo, al placer ni a la salud. De modo que, con el fin de vencer su incapacitación legal para llevar a cabo su proyecto, influyó en su marido, que pertenecía a una familia adinerada, para que estudiase Derecho y Economía, y comenzase una carrera política que fue exitosa y logró mejorar la situación legal de las mujeres, aunque él no vivió lo suficiente para llegar a ver cumplidas todas las aspiraciones que ella, poco a poco, le fue transmitiendo. Shayara supo a tiempo que su marido sufría un mal incurable y le inspiró a este quién debía ser su sucesor, pues ella sabía que como viuda nada podría hacer. El marido moribundo dejó en su testamento expresado su deseo, o el que él creía que era su deseo, de que su mujer, tras enviudar, fuese la esposa de cierto personaje singular e inteligentísimo al que él había ayudado hacía algún tiempo y con el que le unía una buena amistad.
Este personaje, llamado Babrak, había protagonizado una curiosa historia en el mundo musulmán. Proveniente de una influyente familia y acaudalado por su cargo de juez, descontento con su papel de hombre y con todo lo que ello presuponía, decidió someterse a una operación de cambio de sexo sin poder ni siquiera imaginar el infierno que le esperaba en su condición de mujer musulmana. Fue obligado a abandonar su plaza de magistrado y muy pronto pudo comprobar y sufrir en sus propias carnes el desprecio y la falta de derechos de toda índole que suponía ser mujer. Desilusionado de su experiencia, quiso regresar a su antigua naturaleza masculina, pues se le hacía insoportable vivir un solo día más en aquel cuerpo femenino odiado, condenado a permanecer siempre oculto, considerado un vaso de impurezas. Pero como mujer ya no se tenía en cuenta su opinión, ni siquiera su familia consideró sus deseos, y estaba al borde de la desesperación cuando, al parecer casualmente, conoció a Shayara, quien comprendió sin dificultad los sufrimientos de Babrak e influyó en su marido para que intentase ayudarle. De este modo, Babrak recuperó su cuerpo masculino y, con él, los privilegios que había perdido, su antiguo nombre y el cargo que había ocupado. Había aprendido una lección cruel e inolvidable, y comenzó, a causa del recuerdo de su terrible experiencia y quizá también influido por Shayara, a colaborar con el marido de esta en la lucha por los derechos de la mujer, y la amistad entre los tres fue creciendo a la vez que la influencia política de Babrak. Cuando Shayara enviudó, Babrak, cumpliendo el último deseo del que había sido su mejor amigo, la tomó por esposa y continuó la lucha política por mejorar la situación de las mujeres islámicas. Tuvieron tres hijas: Samira, Zahra y Aminara; pero los sucesivos alumbramientos no impidieron que Shayara continuase sus invisibles manejos para ayudar a su marido, ya que ella sabía cómo tocar delicadamente los hilos de los cerebros más resistentes para provocar en las mentes un cambio de ideología tan sutil y, en apariencia, tan natural que no sorprendiese a nadie, ni siquiera al propio implicado. Babrak ocupó cada vez puestos de mayor responsabilidad política hasta llegar a ser diputado y, posteriormente, ministro de Interior. Ya estaba donde Shayara ambicionaba y desde ahí podía promover cambios y modificar leyes. Shayara sostuvo a su marido en ese cargo durante más de veinte años, a pesar de las oscilaciones de la política asiática e incluso de la política mundial. Cuando Babrak falleció, ya estaban casadas las tres hijas del primer matrimonio de Shayara con hombres influyentes que, poco a poco, habían ido ocupando puestos de poder en la situación política del momento. Las hijas de Babrak estaban estudiando sendas carreras universitarias en países occidentales. Las seis muchachas habían heredado buena parte de los poderes maternos, que les permitían introducirse en las mentes ajenas y modificar su pensamiento, sus deseos, sus ideas o sus sentimientos. Shayara había sido una maestra excepcional y había inculcado en sus hijas la necesidad de recurrir a este método en vista de la imposibilidad de llevar a cabo por sí mismas su proyecto. Se hallaban en aquel momento en un proceso muy lento de cambio de mentalidad, en vías de producirse la necesaria separación entre el estado y la religión, paso previo absolutamente necesario para promulgar la ley que establecería la igualdad entre hombres y mujeres. Aún quedaba un largo camino hasta conseguir que la sociedad islámica viese con buenos ojos a una mujer ejerciendo un cargo de responsabilidad. Poco a poco la situación fue evolucionando y bastantes años más tarde, las mujeres ya podían salir a la calle sin velo, tenían derecho a la escolarización y, según la ley, podían elegir al hombre a quien deseaban por marido. Además, se les permitía trabajar y su salario les pertenecía, no podían ser lapidadas ni asesinadas por sus familiares varones, tenían derecho a un juicio justo si cometían algún delito…
Pero aún quedaba mucho por hacer, puesto que la igualdad legal era sólo el principio; a partir de aquel momento había que producir un verdadero cambio de mentalidad, inculcar en todos los cerebros el nuevo papel de la mujer y su importancia en la construcción de una nueva sociedad, una sociedad humana, como diría Ibsen, un escritor europeo de hacía seis siglos, allá por el mil ochocientos y pico.
La alarma del despertador sobresaltó a Minerva justo en el momento en que la madre de Shayara se tomó un respiro en la narración de aquella historia apasionante. Ya era la hora de levantarse, pero lo que en realidad le apetecía a Minerva era seguir escuchando a aquella mujer, saber el final del cuento y, sobre todo, conocer mejor la vida de Shayara y de sus antepasadas.