Me he acostado ya y estoy a punto de dormirme cuando el Idiota abre la puerta del apartamento con su llave y entra. Viene a mi cuarto y me dice que él quiere dormir en su casa. Sin dejarme tiempo para replicarle, medio dormida como estoy, que esta es mi casa y no la suya, se acuesta a mi lado, vestido, sobre el edredón, y comienza a hablarme de un modo que poco a poco deviene amenazador.
—Mereces morir por lo que me haces –me dice con cierta violencia contenida en su voz chillona.
Lo que yo le hago es solicitar la separación legal porque ya no lo soporto más, después de intentar repetidamente negociar con él un divorcio de mutuo acuerdo.
—No sabes cuánto me haces sufrir. Te mataré, puedes estar segura.
Entonces intento recordar si él sabrá o no dónde están los cuchillos en la cocina y me parece que no, que él no lo sabe. De todos modos, se me ha quitado el sueño y me doy cuenta de que no puedo dormirme, sino que debo permanecer en vela por si al loco este le da por atacarme.
Mientras le oigo proferir más amenazas de la misma índole, me dedico a reflexionar acerca de si será mejor quedarme aquí esta noche o marcharme de casa y dejarlo solo, a pesar de que este es mi apartamento y yo no tengo por qué irme de aquí.
El sentido común me pregunta que adónde voy a ir a las dos de la madrugada de un martes. Se me ocurre que a casa de una amiga mía, Elisa, que vive varias calles más allá, pero ella estará durmiendo porque, como yo, tendrá que madrugar para ir a trabajar mañana. Otra posibilidad es ir a casa de un amigo que también vive cerca, pero él está divorciado, a lo mejor tiene compañía y yo le estropeo los planes. Esa voz interior que me aconseja algunas veces me dice también que no sé qué voy a encontrar en las calles solitarias y que quizá es preferible un peligro ya conocido, al que probablemente podré manejar y hacer frente si las cosas se ponen muy feas.
Mientras el Idiota sigue hablando de matarme, comienzo a hacer, mentalmente, recuento de los objetos que podré utilizar como arma para defenderme en caso de un posible ataque: Los grandes cuchillos para carne y pan que guardo en el fondo del tercer cajón de la cocina, una especie de tenedor con dos largos dientes para sujetar carnes o quesos, el martillo y la más grande de las llaves inglesas que están en el penúltimo de los estantes inferiores de la despensa. En mi dormitorio, de memoria, no hallo nada que me sirva, excepto la lámpara de la mesilla de noche, cuya pantalla es de cristal grueso y resistente.
Estoy sumida en estos pensamientos cuando él sale del cuarto y se dirige a la cocina; aguardo, totalmente quieta, más lúcida y despierta que nunca, prestando absoluta atención a los ruidos que provienen de allí, para saber si él ha ido a buscar una posible arma y, en ese caso, actuar en consecuencia, pero no, sólo oigo la puerta de la nevera al abrirse, el clic de una lengüeta y el silbido del gas de una lata de cerveza o de otra bebida gasificada que libera la presión del recipiente.
No vuelve a mi cuarto, sino que se dirige a la salita y enciende la tele. Me parece oír que se sienta en un sillón individual cuyos muelles rechinan un poco. Me gustaría poder dormirme, pero sé que debo permanecer alerta. Me entretengo un rato pensando qué voy a hacer los próximos días, hasta que él regrese a casa de su madre, para no volver a encontrármelo ni a verme en una situación igual a esta en la que me hallo ahora mismo. Me fastidia mucho no poder descansar porque mañana tendré, como siempre, que visitar y revisar varias obras, y no es aconsejable realizar este trabajo agotada por la falta de sueño.
Me he dado a todos los diablos por no haber previsto una situación así cuando puse las manillas a las puertas de mi casa, ya que ninguna de ellas permite cerrar una puerta por dentro. Tampoco hay ningún pestillo o pasador ni mucho menos una cerradura con llave. ¿En qué estaría pensando yo? Y pronto me contesto a mí misma que he preparado mi apartamento para vivir yo sola, sin intrusos que profieran amenazas, y que esta es una situación inesperada e imprevista.
He decidido que mañana cogeré una bolsa de fin de semana, meteré en ella lo necesario y me iré al apartamento de Elisa hasta que tenga la certeza de que el Idiota ya está en casa de su madre y no volverá a colarse en mi vida. Otra posible solución que se me ocurre es cambiar la cerradura exterior, pero no me gustaría que ese impresentable viniese a aporrear mi puerta cualquier noche. Es mejor la primera opción.
Efectivamente, he hecho bien en no dormirme, porque al cabo de un rato, supongo que cansado de ver la tele, vuelve a mi dormitorio a incordiar. Cuando escucho sus pasos, finjo estar dormida, pero él se acuesta sobre el edredón, como antes, se acerca a mí y comienza con su retahíla de amenazas que siempre llevan al mismo lugar común:
—Mereces la muerte por lo que me haces. No tienes derecho a hacerme tanto daño. Eres una egoísta.
Yo soy una egoísta. Él no, claro. Pero ha sido él quien siempre ha querido salirse con la suya y que yo haga lo que él desea. Claro que no lo ha logrado nunca, pero siempre ha intentado, una y otra vez, forzarme a aceptar sus caprichos. Yo me doy perfecta cuenta de que es un modo de probar hasta dónde puede llegar conmigo. Como cuando el adivino intenta leer el perro de Obélix. Leer el perro es un modo de saber hasta dónde te van a permitir llegar, hasta qué punto vas a poder dominar a alguien. El adivino prueba si le permiten matar el perro para leer el futuro en sus entrañas y halla que no sólo no le dejan sino que además le prometen un formidable tortazo si lo intenta. Pero si se lo hubiesen permitido, sabría que podría hacer lo que le diese la gana. Las mujeres maltratadas sufren continuamente situaciones parecidas a causa del afán de su verdugo por someterlas.
Minerva se despertó, asustada por su pesadilla, y recordó que había vivido aquella desagradable situación el día en que le comunicó a su marido, por enésima vez, su deseo de separarse de él. Claro que aquella ocasión ella logró que fuese diferente. Como ya suponía cuál iba a ser la reacción de él, Minerva se lo llevó a un lugar público, un restaurante, para evitar una escena violenta por parte de él, que había reaccionado así las veces anteriores. Allí le hizo saber que iba a dejarlo y que no cambiaría de opinión, aunque él la amenazase con unas tijeras o con el suicidio, como en otras ocasiones. Todos estos problemas habían marcado profundamente a Minerva y aunque él no había conseguido inspirarle temor, con la repetición de las mismas escenas desagradables y violentas, ella había desarrollado un gran rechazo a cualquier contacto con su marido, aunque sólo se tratase de sostener una conversación. Ya no soportaba ni siquiera su presencia y todo lo relacionado con él la molestaba. Cuando rememoraba las veces que él había intentado influir en sus decisiones o forzarla a tomar una decisión que a él le convenía, Minerva se enfadaba de un modo irracional, primitivo, inexplicable. Habían pasado ya más de cinco años desde la separación y, a pesar del tiempo transcurrido y de lo que se había divertido desde entonces, intentando olvidar todos los años nefastos pasados al lado de aquel marido, sus pesadillas todavía recreaban las desagradables situaciones vividas con él.
Un verano filosófico
Hace 4 semanas