Estoy sentada en una incómoda silla de madera de pino sin pulir, sobre una tarima de tablas claras, de aspecto basto y descuidado. Ante mí hay un ataúd de roble cerrado. Esta visión me horroriza y siento un gran deseo de marcharme de aquí a toda prisa, pero a la vez me atrae como un imán y la curiosidad me mantiene atada a este duro asiento. Por una parte, me da repelús la idea de tocarlo y por otro lado, soy capaz de vencer mi repulsión y abrir el féretro para satisfacer este deseo insano de descubrir su contenido. Cuando acerco mi mano derecha a la tapa de la caja mortuoria, este escenario desaparece y me encuentro sentada en un escabel de madera barnizada de castaño, en la casa de mi madre, en la cocina nueva, amplia y luminosa, con sus cinco ventanas (tres orientadas al sur, una al este y otra al oeste) y su alicatado de azulejos de color amarillo claro. Aquí huele deliciosamente, a bizcocho de huevo y a mermelada de melocotón, porque ella está preparando un brazo de gitano, que remoja con un almíbar de vino blanco hervido con canela y azúcar.
Mi abuelo llega en este momento, tan sonriente y bromista como yo le he conocido durante tantos años, vestido con pantalones y chaqueta de pana verde oscuro, y una camisa de cuadros del mismo color mezclado con granate, calzado con las botas que solía usar cuando trabajaba con mi padre en el aserradero, y se sienta a la mesa. Me alegro mucho de verlo tan animoso, sobre todo teniendo en cuenta que yo, en el fondo, sé que hace más de tres años que ha fallecido, que nunca vivió con nosotros en aquella casa nueva, y que, durante la última etapa de su vida, su carácter cambió ostensiblemente y se encerró en su casona sin querer ver a nadie, sin cuidarse en absoluto, a esperar la muerte. Mi abuelo y yo hablamos, él siempre ha tenido un humor excelente, nos gasta bromas y es entusiasta y alegre. Me siento contentísima de estar con él, pues yo siempre lo he querido mucho y estoy segura de que soy su nieta preferida porque me parezco a mi abuela en los ojos, en el pelo y en el carácter, según dice mi madre.
La alarma del despertador interrumpió el sueño feliz de Minerva. De inmediato se apoderó de ella la nostalgia de aquel tiempo lejano en que había sido tan feliz con su abuelo; con lágrimas en los ojos, hubo de reconocer cuánto extrañaba la presencia del anciano en su vida de adulta independiente. El paso de los años, cruelmente, había apartado de su lado a una persona entrañable a la que ella había querido mucho más que a su propio padre.
Un verano filosófico
Hace 4 semanas