domingo, 8 de marzo de 2009

137 La madre de Shayara

He ido de visita a casa de mi madre, que se llama Shayara, como mi hija y como yo. Me está mostrando las fotografías de un álbum en que aparece ella con sus tres maridos y con sus tres hijas. Mi padre fue su primer cónyuge y guarda un cierto parecido con Abdullah. Cuando le hago esta observación, ella me explica pacientemente que mi primer marido es pariente lejano de mi padre. Abdullah, hijo de la segunda esposa de un padre polígamo, decidió, al inicio de su carrera diplomática, que le convenía más ser el primer marido de una mujer importante que tener varias esposas que no lo fuesen. Por eso se casó conmigo, que soy licenciada en Derecho y en Economía, y ocupo un puesto de gran responsabilidad. Para él es muy satisfactorio asistir a una recepción de grandes figuras internacionales y presentar a su esposa como directora general de una empresa y licenciada universitaria por partida doble.
Me siento como quien está viviendo una vida ajena, a la que he llegado in medias res, y, por lo tanto, desconozco lo que ha sucedido y por qué las cosas son como son. Me pregunto de quién es esta vida que yo estoy disfrutando ahora.
Mi madre me cuenta a grandes rasgos nuestra historia, ella dice que como cuando era una niña y quería oír una y otra vez la leyenda de una antepasada nuestra que, con sus poderes mentales y su capacidad para influir en los demás, logró iniciar el cambio de mentalidad de nuestro mundo. Aquella mujer extraordinaria se llamaba Shayara y, desde entonces, todas las primogénitas de la familia llevamos este nombre en recuerdo suyo. Shayara tuvo, muy joven, tres hijas, Shayara, Yasmina y Fátima, a las que transmitió, con sus genes, sus poderes y su ideología para cambiar el mundo. Ella había logrado que su padre la casase con el muchacho que la propia Shayara había elegido para realizar sus planes, y consiguió que su marido, en contra de las costumbres musulmanas, no tomase ninguna otra esposa. En aquella época, hace casi quinientos años, la mujer no tenía acceso a estudios ni a cargos políticos, ni siquiera tenía derecho a los conocimientos elementales, a su propio cuerpo, al placer ni a la salud. De modo que, con el fin de vencer su incapacitación legal para llevar a cabo su proyecto, influyó en su marido, que pertenecía a una familia adinerada, para que estudiase Derecho y Economía, y comenzase una carrera política que fue exitosa y logró mejorar la situación legal de las mujeres, aunque él no vivió lo suficiente para llegar a ver cumplidas todas las aspiraciones que ella, poco a poco, le fue transmitiendo. Shayara supo a tiempo que su marido sufría un mal incurable y le inspiró a este quién debía ser su sucesor, pues ella sabía que como viuda nada podría hacer. El marido moribundo dejó en su testamento expresado su deseo, o el que él creía que era su deseo, de que su mujer, tras enviudar, fuese la esposa de cierto personaje singular e inteligentísimo al que él había ayudado hacía algún tiempo y con el que le unía una buena amistad.
Este personaje, llamado Babrak, había protagonizado una curiosa historia en el mundo musulmán. Proveniente de una influyente familia y acaudalado por su cargo de juez, descontento con su papel de hombre y con todo lo que ello presuponía, decidió someterse a una operación de cambio de sexo sin poder ni siquiera imaginar el infierno que le esperaba en su condición de mujer musulmana. Fue obligado a abandonar su plaza de magistrado y muy pronto pudo comprobar y sufrir en sus propias carnes el desprecio y la falta de derechos de toda índole que suponía ser mujer. Desilusionado de su experiencia, quiso regresar a su antigua naturaleza masculina, pues se le hacía insoportable vivir un solo día más en aquel cuerpo femenino odiado, condenado a permanecer siempre oculto, considerado un vaso de impurezas. Pero como mujer ya no se tenía en cuenta su opinión, ni siquiera su familia consideró sus deseos, y estaba al borde de la desesperación cuando, al parecer casualmente, conoció a Shayara, quien comprendió sin dificultad los sufrimientos de Babrak e influyó en su marido para que intentase ayudarle. De este modo, Babrak recuperó su cuerpo masculino y, con él, los privilegios que había perdido, su antiguo nombre y el cargo que había ocupado. Había aprendido una lección cruel e inolvidable, y comenzó, a causa del recuerdo de su terrible experiencia y quizá también influido por Shayara, a colaborar con el marido de esta en la lucha por los derechos de la mujer, y la amistad entre los tres fue creciendo a la vez que la influencia política de Babrak. Cuando Shayara enviudó, Babrak, cumpliendo el último deseo del que había sido su mejor amigo, la tomó por esposa y continuó la lucha política por mejorar la situación de las mujeres islámicas. Tuvieron tres hijas: Samira, Zahra y Aminara; pero los sucesivos alumbramientos no impidieron que Shayara continuase sus invisibles manejos para ayudar a su marido, ya que ella sabía cómo tocar delicadamente los hilos de los cerebros más resistentes para provocar en las mentes un cambio de ideología tan sutil y, en apariencia, tan natural que no sorprendiese a nadie, ni siquiera al propio implicado. Babrak ocupó cada vez puestos de mayor responsabilidad política hasta llegar a ser diputado y, posteriormente, ministro de Interior. Ya estaba donde Shayara ambicionaba y desde ahí podía promover cambios y modificar leyes. Shayara sostuvo a su marido en ese cargo durante más de veinte años, a pesar de las oscilaciones de la política asiática e incluso de la política mundial. Cuando Babrak falleció, ya estaban casadas las tres hijas del primer matrimonio de Shayara con hombres influyentes que, poco a poco, habían ido ocupando puestos de poder en la situación política del momento. Las hijas de Babrak estaban estudiando sendas carreras universitarias en países occidentales. Las seis muchachas habían heredado buena parte de los poderes maternos, que les permitían introducirse en las mentes ajenas y modificar su pensamiento, sus deseos, sus ideas o sus sentimientos. Shayara había sido una maestra excepcional y había inculcado en sus hijas la necesidad de recurrir a este método en vista de la imposibilidad de llevar a cabo por sí mismas su proyecto. Se hallaban en aquel momento en un proceso muy lento de cambio de mentalidad, en vías de producirse la necesaria separación entre el estado y la religión, paso previo absolutamente necesario para promulgar la ley que establecería la igualdad entre hombres y mujeres. Aún quedaba un largo camino hasta conseguir que la sociedad islámica viese con buenos ojos a una mujer ejerciendo un cargo de responsabilidad. Poco a poco la situación fue evolucionando y bastantes años más tarde, las mujeres ya podían salir a la calle sin velo, tenían derecho a la escolarización y, según la ley, podían elegir al hombre a quien deseaban por marido. Además, se les permitía trabajar y su salario les pertenecía, no podían ser lapidadas ni asesinadas por sus familiares varones, tenían derecho a un juicio justo si cometían algún delito…
Pero aún quedaba mucho por hacer, puesto que la igualdad legal era sólo el principio; a partir de aquel momento había que producir un verdadero cambio de mentalidad, inculcar en todos los cerebros el nuevo papel de la mujer y su importancia en la construcción de una nueva sociedad, una sociedad humana, como diría Ibsen, un escritor europeo de hacía seis siglos, allá por el mil ochocientos y pico.
La alarma del despertador sobresaltó a Minerva justo en el momento en que la madre de Shayara se tomó un respiro en la narración de aquella historia apasionante. Ya era la hora de levantarse, pero lo que en realidad le apetecía a Minerva era seguir escuchando a aquella mujer, saber el final del cuento y, sobre todo, conocer mejor la vida de Shayara y de sus antepasadas.