Sé que soy ya una anciana, no me he mirado en un espejo, pero he visto mis manos pecosas y arrugadas, con las articulaciones inflamadas y atrofiadas por la artrosis. Estoy acostada en la cama de una aséptica, fría e impersonal habitación de hospital, de paredes blancas y desnudas. Siempre he deseado morir en mi cama, en mi cuarto, en mi casa, pero parece que no voy a poder realizar este último deseo porque creo que la hora de mi muerte se acerca; dos personas se aproximan a la cabecera de la cama, a mi derecha un cura y a mi izquierda una mujer muy elegante vestida de amarillo, cuyo rostro me parece conocido.
Hago señas con la mano derecha para que el sacerdote se aleje. Desde que tengo uso de razón he rechazado todo contacto con la iglesia y la religión, y no voy a cambiar mis principios ahora por el solo hecho de que vaya a morir próximamente. El cura intenta de nuevo acercarse, pero repito los mismos gestos para que salga de aquí cuanto antes. Aborrezco los sermones sobre resignación y todas esas paparruchas que adormecen a la gente y le impiden usar el cerebro para sentir, para sentir el dolor y el placer, en vez de resignarse, porque sentir es un modo de estar vivo, pero la resignación es un suicidio cotidiano, según dijo sabiamente Balzac y yo suscribo. Finalmente el cura desiste de su empeño y se marcha.
La señora ataviada de amarillo se queda a mi lado y me coge delicadamente la mano izquierda entre las suyas, frías y blancas, antes de empezar a hablarme con una voz profunda, susurrante, ronca y atrayente:
—Vendrás conmigo, ¿verdad? –me pregunta, la miro y hago un levísimo gesto afirmativo con la cabeza; ella prosigue–: pero antes quiero que revises tu vida, que seas sincera contigo misma, acaso por única vez durante toda tu existencia, y me respondas si has vivido como deseabas vivir, si has hecho todo lo que habías previsto hacer, si te marchas con una sonrisa de satisfacción o si te parece que has perdido el tiempo en asuntos sin importancia y has dejado pasar tu vida sin emplearla adecuadamente, sin llevar a cabo tus planes. Quiero que reflexiones acerca de todo esto durante el tiempo que necesites y que luego me contestes. No te preocupes –añade, tocando mis labios rugosos con sus blancos dedos fríos–, no tendrás que fatigarte hablando, tú sólo piénsalo, yo lo percibiré como si me lo estuvieses contando.
El interrogante planteado por la dama de amarillo resulta muy interesante, pero creo que ha sido formulado a destiempo. Espero que ella comprenda mis pensamientos y capte el sentido exacto de esta crítica que pretende ser constructiva. En realidad, la pregunta de si se está viviendo como se quiere vivir debería formularse periódicamente a lo largo de nuestra vida, de modo que si a los cuarenta años, por ejemplo, se creyese que se está siguiendo un camino equivocado, se pueda cambiar y encauzar la vida por la senda adecuada. Quizá debería hacerse cada diez años a partir de los veinte, así todo el mundo sería mucho más feliz y no existirían tantas vidas insulsas, vacías, inútiles, infelices, como ahora.
Sospecho que la dama con ropajes amarillos es la muerte, su rostro me resulta familiar, como si lo hubiese visto en alguna fotografía antigua en casa de mi madre, quizá sea el rostro de mi abuela. Probablemente la muerte sea tan inteligente que adopte el rostro de una persona que nos resulte conocida para evitar asustarnos cuando llega.
Claro que hay muchas personas que se sentirían tremendamente abatidas y deprimidas si tuviesen que responder las preguntas que la muerte plantea. Son fundamentalmente aquellas que han dejado a otros dirigir sus vidas o se han dedicado a ver transcurrir los años y a envejecer sin hallar nada que diese sentido a su existencia, sin ilusiones ni planes ni proyectos ni nada, sino sólo el discurrir de los días y de los meses y de los años, hasta el momento de la muerte. Considero que la religión, con su prédica de la resignación y de la vida eterna, tiene la culpa de todo esto.
Y la confesión, que conlleva una colectivización de las culpas, no sólo no nos ayuda a ser mejores sino que invita a pecar puesto que todos los pecados son perdonados a quien se arrepiente de ellos y a quien tiene fe. Este salvoconducto es aún más extraordinario si cabe que la confesión, pues aunque hayas sido la persona más atea, asesina y ladrona del mundo, basta un momento de fe y arrepentimiento para salvar tu alma. La palabra alma es otra de las mejores y mayores estafas de la religión, pues le han hecho llevar una vida independiente del cuerpo y rechaza todo lo que este hace, como si el alma fuese desconocida, externa, y estuviese alejada, separada de la vida corporal, como si no formase parte de nuestro cuerpo ni se alojase en nuestro cerebro.
Creo que conceptos como el pecado, la culpa o la conciencia están muy diluidos para un cristiano pues, con la confesión, lo individual se funde en el grupo y la culpa ya no pertenece exclusivamente a quien la ha cometido, sino a toda la colectividad.
En cambio, una persona atea lleva todas estas cargas de modo individual: su ideología es sólo suya, la conciencia le dirá cuando ha hecho algo mal o bien, no porque ofenda a ningún dios sino porque haga daño o moleste a otros; la culpa será sentida también de modo personal e intransferible, sin que nada la alivie ni pueda expandirse a otros seres. Afortunadamente, el concepto de pecado no existirá para una persona atea que ya tiene carga suficiente con el peso de la culpa y la voz interior de la conciencia.
—Así es –me responde la señora ataviada de amarillo. Viste un traje del siglo XIX, de falda larga, ahuecada por abundantes enaguas, blusa abrochada en el cuello, con chorreras, y chaquetilla corta entallada, sin botones, al estilo de una torera; va tocada con un bonito y elegante sombrero adornado con tul y rosas de tela. Toda su indumentaria es de color amarillo, incluso la sombrilla que airosamente porta en la mano derecha y cuyo regatón apoya con elegancia y garbo en el suelo al caminar.
Minerva se despertó de repente. Sólo la muerte sería capaz de formular una pregunta tan terrible en el difícil trance de abandonar este mundo y deslizarse…, ¿hacia dónde?, ¿hacia una luz?, ¿o quizá en busca de la nada y del descanso eterno, una vez desprovistas estas palabras del sentido cristiano y comprendidas en su significado literal?
Minerva permaneció sentada en la cama, pensando qué podría responder a esas preguntas, si se las planteasen en aquel momento. Reflexionó un buen rato mientras acariciaba a Drácula, que ronroneaba plácidamente, ajeno a los pensamientos que pasaban por la cabeza de su ama. Efectivamente, Minerva había vivido hasta aquel momento como había deseado, había llevado a cabo sus planes y proyectos, y tenía la certeza de que no había desperdiciado su tiempo. Había estudiado la carrera universitaria que había elegido, se había casado y había decidido separarse cuando las cosas se pusieron feas, y era feliz con su modo de vivir y con su gato. De todos modos, pensó, en verdad no estaría mal que de tiempo en tiempo hubiese que hacer una revisión de lo que se había vivido y cómo, si se habían llevado a cabo los proyectos y planes que cada persona se había propuesto o se habían abandonado, si se había respetado la propia ideología y actuado con coherencia o se habían traicionado los principios que habían conformado un modo de pensar individual, personal, maduro. Quizá estas revisiones provocarían que alguna persona se sintiese infeliz o desgraciada, por haber renunciado a sus ilusiones o por haber perdido el tiempo y haber olvidado las expectativas que se había creado en su juventud, pero permitirían retomar el camino abandonado y tener otra oportunidad de ir en busca de la felicidad.
FRASE Y CUENTO: "EN UN IMPASSE".
Hace 2 meses