Me estoy mirando en un espejo. Yo no soy yo, sino una mujer musulmana, sé que soy musulmana a pesar de que no voy tapada de pies a cabeza ni llevo velo. Mi rostro está ligeramente maquillado, con rubor de color melocotón, sombra de ojos en una gama de marrones y ocres, y los labios en un tono entre dorado y tostado con cierto brillo jugoso. Tengo las uñas largas y cuidadosamente pintadas aunque, la verdad, a mí nunca me ha gustado pintarme las uñas. Voy ataviada con un vestido de seda salvaje de color canela, que me cubre hasta unos diez centímetros por encima de la rodilla, y un foulard de seda natural amarillo muy claro. Mis zapatos de ante beis, tipo salón y con tacón mediano, completan mi indumentaria.
Ahora estoy en mi despacho, instalado en el ático de mi casa, una vivienda unifamiliar de dos plantas, ático y garaje, muy espaciosa, rodeada de un cuidado jardín, situada en una zona lujosa de las afueras de Kabul. Soy una mujer importante en el mundo de los negocios, directora general y accionista de una boyante empresa de productos de informática y electrónica. ¡Tengo dos maridos y voy a casarme con un tercero! ¿Cómo puede ser posible si soy una mujer musulmana?
Estaba preguntándome si me iban a quemar viva, a lapidarme o sólo a encarcelarme por tanta desfachatez cuando he visto la fecha en el ordenador encendido que hay en la mesa de mi despacho. Estamos en el año 2479, el siglo XXV. Desde hace tiempo todos los países de la Tierra, al igual que las bases lunares y las estaciones espaciales, han llegado a un consenso en cuanto al modo de contar los años. Así resulta más fácil. La informática ha vencido las diferencias entre religiones y ha aunado el criterio a seguir.
Hace aproximadamente tres siglos ha terminado la Edad Media de la religión islámica. Recuerdo que la cristiana también cometió muchos desmanes en nombre de su dios y de sus creencias en el medievo.
Mi segundo marido, Ahmed, ha venido a saludarme. Es moreno, joven, muy atractivo, lleva largo el oscurísimo cabello ondulado, tiene rostro de hombre bondadoso y sus grandes ojos confirman esta apreciación. Su voz es dulce y amable. Trae de la mano a un niño de unos diez años y a una niña de seis. La niña es hija mía. El chiquillo es de la primera esposa de Ahmed, que lo repudió y le entregó a este hijo, quedándose ella con la hija mayor habida de su matrimonio. Yo he conocido a Ahmed en la guardería en la que él trabajaba antes de nuestra boda, una tarde que fui a recoger a mi hijo mayor, el que he tenido con mi primer marido, Abdullah. Ahmed y yo nos casamos poco después de conocernos, con el beneplácito de Abdullah, que se sentía culpable porque su trabajo de alto diplomático le obligaba a viajar mucho y a dejar solo a nuestro hijo. Los tres estuvimos de acuerdo en que era mejor que Ahmed se quedase en casa y dejase su trabajo en la guardería. Y pronto tuvimos a nuestra hija Shayara.
Las mujeres con una situación económica desahogada podemos evitar las incomodidades del embarazo y del parto, poco acordes con nuestra posición de altas ejecutivas, imprescindibles para la buena marcha de la empresa, y recurrir a la maternidad artificial, lo que significa confiar estos quehaceres a máquinas inteligentes controladas por ordenador, que realizan estas funciones a la perfección, proporcionando al feto los nutrientes necesarios y absorbiendo sustancias de deshecho y toxinas que podrían resultar perjudiciales para el sano crecimiento del embrión. Las máquinas, aunque costosas, han resultado ser sobradamente eficaces a la hora de realizar su cometido y el índice de éxitos es altísimo. Cuando mi ama de llaves, cuyo trabajo me resulta imprescindible pues gobierna mi casa con una maestría inusitada, tuvo a sus hijas, una de cada marido, yo misma le ayudé a costear los gastos de la maternidad artificial para que ella no se apartase ni un momento de sus obligaciones. El ama se casó por vez primera con el cocinero y, en segundas nupcias, con el señor que realiza funciones de chofer y de jardinero y ayuda en otras tareas necesarias. Estos matrimonios del ama me han favorecido mucho ya que el personal resulta estable, mantiene buenas relaciones entre sí y ella tiene un férreo control de todo lo que sucede. Además no ha habido problemas entre el ama y Ahmed, que permanece en casa; ella se hace cargo del gobierno doméstico y él se ocupa de los niños, que ya son tres: Kazem, de once años, es mi primer hijo y su padre es Abdullah. Shayara y su hermano mayor, Alí, son hijos de Ahmed. Cuando sonó el despertador, Minerva comenzaba a agitarse en su lecho, preocupada por verse de repente con una familia tan dilatada. Había huido siempre de ese tipo de compromiso que ella consideraba para toda la vida y su sueño, tan agradable e idílico al principio, iba convirtiéndose en pesadilla. Al despertar, con sólo abrir los ojos desaparecieron sus problemas, se halló divorciada, sin hijos, occidental, autónoma, en pleno siglo XX de la era cristiana, con la única compañía de su gato Drácula y de algún que otro amante ocasional. Minerva respiró tranquila, aunque se sintió culpable por su egoísmo, ya que sabía que las mujeres del mundo islámico vivían una realidad muy diferente.