sábado, 3 de enero de 2009

011 El disparo

He oído un disparo, pero no sé de dónde procedía. He subido seis escalones desde el último rellano de esta vieja escalera de madera ennegrecida por los años y la humedad. Acabo de llegar a un pasillo ancho y largo que comienza al lado de un balcón destartalado, cuyas contraventanas están aseguradas con puntas y con tablas horizontales recientemente clavadas a la deteriorada estructura original.
La casa parece desierta. A medida que avanzo por el pasillo, veo a mi derecha habitaciones cuyas puertas están abiertas, una cocina, un comedor, un dormitorio…, mientras que los cuartos situados a mi izquierda están cerrados y yo sé que no debo entrar en ellos, que está prohibido el acceso, que ahí se guardan los objetos personales de quienes habitaron anteriormente esta misma casa y ya han desaparecido. Quizá sus espíritus también permanezcan en los misteriosos cuartos, reacios a abandonar definitivamente este mundo. Al final del pasillo hay una puerta entreabierta, la empujo y me encuentro en una pequeña terraza totalmente cerrada con madera y cristal. Frente al abandono del resto de la casa, este cierre parece reciente, pues la madera barnizada de color miel tiene una apariencia perfecta… En el rincón de la izquierda, apoyada en la madera del ángulo, hay una escopeta reluciente…
De repente Minerva se despertó. Había algo que no encajaba en aquel sueño. ¿Una escopeta? El padre de Minerva era cazador y tenía una, pero siempre estaba a buen recaudo, alejada del alcance de sus hijas, que quizá sólo pudieron verla una o dos veces durante su niñez.
Lo incoherente del sueño era aquella estructura nueva en el viejo caserón que su padre había alquilado cuando la familia se vio obligada a trasladarse, aunque Minerva ya no recordaba por qué motivo, quizá el trabajo de él… Aquella construcción estaba enteramente deteriorada, no había en ella nada aceptable, salvo los muebles que la familia había llevado consigo; con la lluvia les molestaban las goteras, cuando el viento arreciaba silbaba por las rendijas de todas las ventanas y bajo las puertas de los cuartos cerrados donde estaba prohibido entrar. Cuando nevaba temían que el tejado sucumbiese al peso de la nieve y la madre de Minerva rezaba para que aquel caserón se sostuviese en pie. En verano, la vieja estructura de madera que soportaba las tejas hendidas no aislaba del calor. Afortunadamente, sus padres compraron una casita más confortable sin tardanza y la familia no pasó en aquella edificación fantasmal más de siete u ocho meses, pero la pesadilla del cuarto cerrado donde acechan desconocidos seres monstruosos persiguió a Minerva durante muchos años.
Era totalmente diferente de lo que había sentido en la casona de sus abuelos, un edificio antiguo con forma de U, de dos pisos, dividido en diversos espacios con diferentes funciones: toda la planta baja se destinaba a establos para alojar a todos los animales: vacas, cerdos, una yegua, una burra, gallinas, pavos y conejos. En la planta alta estaba la amplia vivienda, y contigua a esta, la cocina de la matanza, donde se preparaba la carne de los cerdos, se hacían y se ahumaban los embutidos, se salaba la carne restante… Había también un gran horno y al lado, un amasadero con su masera y una alacena con todo lo necesario para elaborar el pan y dejarlo fermentar; toda esta parte, que ocupaba dos lados completos de la U y sus ángulos, estaba comunicada por un pasillo interior. El otro palo de la U, al que se accedía cruzando el patio desde la vivienda principal, derruido en la misma época en que la familia de Minerva se marchó de aquella casa, albergaba en su única planta un espacioso pajar y un cuarto pequeño, donde muchos años antes se había alojado, hasta que contrajo segundas nupcias, una hermana viuda del abuelo. En suma, aquella casa siempre había sido muy alegre y todo estaba bien cuidado. Allí Minerva había sido inmensamente feliz. Pero todo aquello cambió cuando la familia hubo de trasladarse.
¡Qué recuerdos tan nostálgicos! Acarició a Drácula mientras pensaba que la vida a menudo no permitía a los seres humanos conducirse como desearían. Cuando era niña, lo que más anhelaba en el mundo era vivir con su abuelo, en aquella casona soleada situada en la ladera solana de la montaña… Siempre había añorado aquella felicidad de los primeros años de su infancia, aquella dicha inocente que ya no podría recuperar jamás…