sábado, 14 de febrero de 2009

127 El primer marido de Shayara

Abdullah, mi primer marido, acaba de regresar de su viaje a los Estados Unidos de Norteamérica, acompañando a la ministra de Asuntos Exteriores. Toda la familia ha acudido al salón a recibirlo. Me ha saludado a mí la primera, como corresponde a mi rango de cabeza de familia; a continuación, ha estrechado la mano de Ahmed y lo ha abrazado, como es costumbre entre ellos, que, desde que comparten el mismo techo, han ido estrechando su amistad; después ha abrazado y besado a nuestro hijo, al que quiere entrañablemente, y le ha dicho:
—Cada vez que regreso de un viaje, encuentro que has crecido.
Mi hijo ha sonreído y ha vuelto a abrazar a su padre, lo que resulta habitual entre ambos ya que aprovechan al máximo el tiempo que pueden estar juntos, debido a que Abdullah se ve obligado a viajar con frecuencia a causa de su trabajo. Más tarde ha saludado efusivamente a Alí y a Shayara, revolviéndoles el cabello con sus manos y dándoles sendos besos en la mejilla. Finalmente ha estrechado la mano del ama de llaves y del cocinero, que siempre le dan la bienvenida a casa. El chófer también ha estado presente, pues ha recogido a Abdullah en el aeropuerto.
Esta noche Abdullah y yo cenaremos solos en el saloncito contiguo a mi dormitorio y después probablemente haremos el amor y él se quedará a dormir conmigo. Siempre lo hemos hecho así cuando él vuelve de uno de sus viajes, con la aprobación de Ahmed, que dispone de mucho más tiempo para disfrutar de mi compañía. El cocinero ha preparado para esta noche hojaldres de pescado, cordero con ciruelas, puré de almendras con clara de huevo, limón y miel, y gelatina dulce perfumada con agua de rosas, este último postre para complacer a mi pequeña Shayara. Ahmed y los niños degustarán este mismo menú en el comedor familiar.
Abdullah se dirige a mí de nuevo. Es un hombre mayor que yo, de unos cincuenta y cinco años. Lleva el cabello casi blanco bastante corto. Su rostro es atractivo en conjunto, y su barba y su bigote, grises y pulcramente recortados, bien atusados siempre, le confieren un aspecto respetable y distinguido. Es alto y delgado, esbelto, y va vestido elegantemente con un traje gris, camisa blanca y corbata de seda granate y azul marino. Es el único toque de color en su indumentaria impecable, sin una arruga, sin un roce, parece que acaba de vestirse para salir y, en cambio, acaba de llegar de un largo viaje. El cansancio se le nota más bien en los ojos castaños y en los párpados algo caídos bajo sus impecables y gruesas cejas grises. Sus modales son exquisitos, como buen diplomático, y su trato resulta cortés y afable.
Ya estaba deseando irme a cenar con Abdullah todos aquellos manjares...
El timbre del teléfono sobresaltó a Minerva, que dormía plácidamente y se despertó con la impresión de haber dormido poco. Encendió la lámpara de la mesilla de noche y cogió el auricular:
—Sí –respondió.
—A que no sabes quiénes somos –le dijeron desde el otro lado voces desconocidas.
—A que sí –respondió casi mecánicamente–. Una pandilla de idiotas.
Y colgó el teléfono, pero después lo pensó mejor y volvió a descolgarlo, para evitar posibles llamadas del mismo grupo de estúpidos, y decidió que lo mejor sería dejarlo así toda la noche. Acarició la cabeza de Drácula, que dormía acurrucado sobre el edredón, junto a su cadera derecha. El gato comenzó a ronronear y Minerva sólo tardó unos minutos en volver a conciliar el sueño. Podría disfrutar todavía de muchas horas de descanso. Al día siguiente sería sábado y tenía una cita con Álex, que regresaría de Roma hacia el mediodía.

martes, 10 de febrero de 2009

121 El jardín

Me encuentro ante una bonita puerta de madera de nogal barnizada, adornada con una llamativa aldaba de latón con forma de cabeza de felino. Experimento una gran curiosidad por lo que puedo hallar tras esta lujosa entrada. El robusto pomo de latón es de líneas sencillas y ligeramente curvas. Al asirlo con la mano derecha, noto su frialdad y siento un mal presagio; lo presiono para hacerle girar, la puerta se abre con suavidad, silenciosamente, y percibo un aroma de lilas secas en la estancia que permanece a oscuras. No sé por qué, pero tengo la certeza de que a mi izquierda hay un interruptor, palpo la pared rugosa y lo pulso, una luz tenue invade la estancia y me horrorizo al ver que en su centro, un túmulo vestido de negras telas sostiene un ataúd abierto… El terror que me invade me inmoviliza los pies, impidiéndome huir. Mis ojos están fijos en el féretro lacado de color marfil cuando toda la estancia desaparece y de repente me hallo en un jardín hermosísimo, lleno de rosas blancas, rosadas, amarillas, rojas… Es un lugar de ensueño al que no sé cómo he llegado. Tengo la certeza de que me pertenece, tanto el jardín como la mansión enorme y lujosa contigua a este, pero no sé cómo he podido adquirirlo teniendo en cuenta que mi familia siempre ha sido más bien de clase media y no creo que ninguno de nosotros pueda permitirse un gasto semejante.
Parece el escenario propio para el anuncio de un perfume o de un coche caro y de lujo, un lugar idílico, más adecuado para una película romántica que para una vida ajetreada como la mía. Miro a mi alrededor y todavía sigo preguntándome cómo lo he conseguido. Esta duda no me permite disfrutar de la belleza que me rodea. ¿Me habrá tocado la lotería? ¿Se habrán vendido con gran éxito mis libros sobre calidad y economía en la construcción? ¿Me habrán ascendido tanto, tanto como para tener un sueldo que me permita vivir tan lujosamente? ¿Habré conseguido un amante rico? Esta última posibilidad me parece poco probable, pues sé que tengo la cabeza demasiado bien amueblada como para ser mujer florero. Además, creo que ya no tengo edad; para ser la querida de alguien, sospecho que hay que tener menos años y menos opiniones firmemente arraigadas. El timbre del despertador liberó a Minerva de todas aquellas preguntas y reflexiones que comenzaban a agobiarla y que, sin duda, le impedirían disfrutar de la belleza del jardín. Una vez más, el momento del despertar supuso una liberación. Ella no poseía lujos ni riquezas innecesarias, y debía acudir a su trabajo, como cada mañana, para ganar el sustento familiar, es decir, para poder permitirse cierta comodidad y holgura en su existencia diaria junto a su gato Drácula.