domingo, 18 de enero de 2009

125 La muerte de una reina

—La reina Gador ha muerto al fin –anuncia un anciano de rostro enjuto con el cabello enteramente blanco, al entrar en la sala de reuniones. Lo expresa sin la solemnidad que tal noticia requiere, sólo con un gesto de liberación, como si la muerte de la soberana le quitase una pesada carga de encima.
A continuación, ocupa la presidencia de la gran mesa ovalada, a cuyos lados se sientan hombres y mujeres muy elegantes con sus túnicas bordadas con hilos de oro. El anciano lleva un ropaje similar.
—Al menos, no tendremos que dar a nadie ninguna justificación, pues al fin, la estirpe de las ghevaradas ha muerto con ella –comenta el hombre sentado a la derecha del anciano.
—Hay que comunicárselo a la presidenta –dice este–. Ella debe saberlo, aunque no creo que decida hacerle unos funerales muy pomposos.
—Es mejor que sea enterrada en silencio, casi anónimamente, como vivió durante los últimos años –sentencia con voz enérgica una mujer ataviada enteramente de rojo, con un traje muy ceñido que permite observar la forma de su perfecto busto y le cubre hasta la barbilla con su cuello alto.
La alarma del despertador alejó a Minerva de aquel extraño sueño. El recuerdo del traje ceñido de color rojo sangre parecía presagiar alguna desgracia. ¿Qué significaba todo aquello? Nunca había oído hablar de una reina llamada Gador… ¿Eran personajes históricos los hombres y las mujeres que vestían tan lujosamente? ¿Por qué la indumentaria de una de ellas era tan diferente? ¿Era la líder, acaso? Con todas aquellas preguntas dando vueltas en su cabeza, todavía algo aturdida por el sueño, Minerva se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Debía prepararse para acudir un día más a su trabajo. Extrañó a Drácula, que cada mañana le pedía su desayuno con suaves y mimosos maullidos. El gato estaba en la consulta del veterinario, que la víspera le había extirpado un bultito muy molesto de una pata delantera. Minerva tenía intención de ir a recogerlo aquella misma tarde y traerlo a casa.